Creo necesario manifestar, en estas pocas líneas que se me ofrecen, mi rotundo rechazo a la agresión que sufrieron, en Barcelona, las dos chicas pertenecientes a la entidad Barcelona por la Selección. Con la misma rotundidad manifiesto mi rechazo a la actuación radical que pudimos ver, en Madrid, el 11 de septiembre de 2013, en la librería Blanquerna: dos pruebas lamentables de intransigencia.
Este artículo mantiene clara conexión con otros anteriores que he escrito para este mismo medio, cuyo corolario es, sin duda, que no todos hemos comprendido qué significa ser demócrata. Habría que mirar hacia adentro, pero también hacia afuera para encontrar algún hilo del que estirar hasta que nos descubriera algunos de los infinitos motivos que nos inducen a actuar de forma tan deplorable.
No sé si estas palabras las estoy diciendo en voz baja, o es que pienso en voz alta. Tema delicado en nuestra estimada Cataluña. En ocasiones las acciones o palabras supuestamente menores, adheridas al vuelo, son las que más calan, sencillamente, porque se convierten en cotidianas, en hábitos que nos acompañan sin saber que nos están configurando nuestra actitud y nuestro pensamiento. Recuerdo una situación que viví en una clase de primero de ESO, hace pocos años. Les dije a mis alumnos que buscasen en la página web de la RAE las palabras desconocidas que aparecían en un texto. Uno de los alumnos, sorprendido de que nadie captase lo que, por lo visto, él sí había captado, alarmado levantó la mano y, seriamente preocupado, me dijo: «Pero eso es España». Con ello no pretendo criticar el trabajo de la escuela primaria, al contrario, lo admiro; tampoco pretendo generalizar, sería injusto, pero lo cierto es que sucedió como lo cuento. Por supuesto, sé que cualquier profesor aportaría el testimonio de otras manifestaciones lamentables en las que el alumnado mostraría su radicalidad contra la cultura catalana.
Nadie está obligado a comulgar con su vecino, pero sí estamos obligados a comprender al vecino y, si puede ser, desde pequeñitos.